Malvas, rosadas, celestes,
las florecillas del campo
esmaltan la orilla azul
del arroyo solitario.
Parece como si una
niña perdida en el prado,
con sus ojos dulces las
hubiese regado...
La brisa juega con ellas...
¡Oh, que olor! Un dulce bàlsamo
se derrama sobre el alma
taladrada de cuidados;
y, un instante, se la lleva,
plácidamente, a un remanso
donde sueña eternidades
el diamante soleado.
Tiene el alma, el aire de oro
de las estrellas del campo;
celestes, rosadas, malvas,
sus sombras pasan, soñando...
Juan Ramón Jimènez
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