viernes, 26 de septiembre de 2008











TESTAMENTO DE HÉCUBA


Torre, no hiedra, fui. El viento nada pudo
rondando en torno mío con sus cuernos de toro:
alzaba polvaredas desde el norte y el sur
y aún desde otros puntos que olvidé o que
ignoraba.
Pero yo resistía profunda de cimientos,
ancha de muros, sólida
y caliente de entrañas, defendiendo a los míos.

El dolor era un deudo más de aquella familia.
No el predilecto ni el mayor. Un deudo
comedido en la faena, humilde comensal,
oscuro relator de cuentos junto al fuego.
Cazaba en ocasiones, lejos, y por servir
su instinto de varón
que tiene el pulso firme y los ojos certeros.
Volvía con la presa y la entregaba al hábil
destazador y al diestro
afán de las mujeres.

Al recogerme yo decía: qué hermosa
labor está tejiendo con las horas mis manos.
Desde la juventud tuve frente a mis ojos
un hermoso dechado
y no ambicioné más que copiar su figura.
En su día fui casta
y después fiel al único, al esposo.

Nunca la aurora me encontró dormida
ni me alcanzó la noche
antes que se apagara mi rumor de colmena.
La casa de mi dueño se llenó de mis obras
y su campo llegó hasta el horizonte.

Y para que su nombre no acabara
al acabar su cuerpo,
tuvo hijos en mí, valientes, laboriosos,
tuvo hijas de virtud,
desposadas con yernos aceptables
(excepto una, virgen, que se guardó a sí
misma
tal vez como la ofrenda para un dios).

Los que me conocieron me llamaron dichosa
y no me contenté con recibir
la feliz alabanza de mis iguales
sino que me incliné hasta los pequeños
para sembrar en ellos gratitud.

Cuando vino el relámpago buscando
aquel árbol de las conversaciones
clamó por la injusticia el fulminado.

Yo no dije palabras, porque es condición mía
no entender otra cosa sino el deber y he sido
obediente al desastre:
viuda irreprensible, reina que pasó a esclava
sin que su dignidad de reina padeciera
y madre, ay, y madre
huérfana de su prole.

Arrastré la vejez como un a túnica
demasiado pesada.
Quedé ciega de años y de llanto
y en mi ceguera vi
la visión que sostuvo en su lugar mi ánimo.

Vino la invalidez, el frío, el frío
y tuve que entregarme a la piedad
de los que viven. Antes
me entregue así al amor, al infortunio.

Alguien asiste mi agonía. Me hace
beber a sorbos una docilidad difícil
y yo voy aceptando
que se cumplan en mí los últimos misterios.










Poema: Rosario Castellanos

Imagen: Amadeo Modigliani.







P&I

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